19 de octubre de 2025
El Salmo 16 es una canción de adoración lenta, una canción para ser tocada y meditar en lo que se está cantando. Es un Salmo para pensar, para considerar las opciones, las posibilidades y lo que está sucediendo. Tiene que ver con una adoración que nos muestra a Jesús como el dueño de nuestras vidas; tiene que ver con lo que Dios nos muestra y con la realidad que nos impone tomar determinaciones claras para tener éxito en lo que Él tiene preparado para nosotros.
Salmos 16:1-11 (RVR / NTV)
Si tuviésemos el hábito de escribir nuestras oraciones, nos asombraríamos de lo que somos capaces de producir. Nos cuesta orar porque el enemigo nos detiene e impide que de nosotros fluyan palabras como las de este Salmo: declaraciones que le dan forma a la realidad. Leer el libro de los Salmos es ver el corazón desnudo de alguien que se rompe delante de Dios y nos muestra no solo una canción, sino una palabra profética. El final de este Salmo es justamente lo que el apóstol Pedro usa para dar a conocer a Jesús.
Cuando en el libro de los Hechos el Espíritu Santo viene en Pentecostés, el lugar comienza a temblar, la gloria de Dios inunda el espacio y todos comienzan a hablar en nuevas lenguas. Pedro es el primero que se pone de pie y enseña a aquellos que no conocen a Jesús a través de este Salmo. Sobre el final, el salmista dice: “La muerte no tiene poder; no dejarás mi alma entre los muertos, ni permitirás que tu Santo se pudra en la tumba.”
El apóstol Pedro menciona que el rey David, quien escribió este Salmo, no experimentó la resurrección, pero Jesús, que fue crucificado, es el cumplimiento de esa palabra profética. El Santo se levantó de entre los muertos; el Hijo de Dios venció a la tumba.
Este es un Salmo mesiánico. Miles de años antes, David —que es una sombra de lo que habría de venir en Jesús— estaba declarando que la muerte sería derrotada y que la tumba no tendría poder. Este Salmo no es otra cosa que una meditación en el corazón de un hombre que busca respuestas. Podría haber sido escrito por cualquiera de nosotros, hombres o mujeres, porque parece que no lo escribió un rey o un guerrero, sino alguien que, en su humanidad, está quebrado ante Dios. El Salmo comienza diciendo: “Señor, en este momento de mi vida, tú eres todo lo bueno que me queda.”
Es una declaración muy fuerte. Está reconociendo que, a pesar de toda la pérdida y todo el contexto de tensión, todo lo bueno que tiene le pertenece a Dios.
Por eso declara: “Tú eres mi dueño, tú eres mi Señor.” El rey David entiende que, por encima de su persona, hay un Rey mayor, un Señor más poderoso que él, que su destino y que sus enemigos.
Estamos hablando como iglesia en este trimestre de Jesús como el Todopoderoso. Tenemos que volver a confesar a Jesucristo como el Señor y Salvador de nuestras vidas. Creo que debemos aprender a pararnos en nuestra realidad y declarar: “Señor, tú eres el dueño de nuestras vidas, de nuestros hogares, de nuestro destino y de nuestro llamado. No nos rendimos frente a las circunstancias, porque ni las circunstancias ni nuestra voluntad tienen el poder de tomar esa determinación.”
David mira a su alrededor y declara que “los justos de la tierra son mis héroes”, pues observa que en un mundo complicado y de gente compleja hay justos, hay personas que reflejan al Señor de sus vidas. David busca esperanza en los que lo rodean.
Somos constantemente perfeccionados y transformados en el amor de Jesús; no nos conformamos. No hay manera de que quien sea expuesto a la presencia de Jesús permanezca igual o en pecado. Tenemos que aprender a mirar a Cristo en las personas y a glorificar al Señor por esa porción única que cada uno tiene.
La cultura de honra es muy importante. David menciona que “los justos de la tierra tienen mi complacencia”, siendo él el rey de Israel. Necesitamos fortalecer los vínculos y desarrollar la cultura de honra. Estamos viviendo en un tiempo en el que la queja, el chisme y la murmuración son lo natural de este sistema, no de la iglesia; pero muchas veces somos tentados a caer en eso. Hablemos bien los unos de los otros, confrontemos con amor los errores, el pecado y la falla, para generar un movimiento de bendición tan grande que nuestras ciudades enteras serán transformadas.
David mira la realidad y hace un análisis práctico, entendiendo que todos los que tienen otros dioses tienen muchos problemas. Por eso, se determina a no participar de nada de lo que ellos hacen ni a ofrecer sacrificios junto a ellos. En medio de su clamor, hace un análisis de la realidad: cuantifica el favor de Dios sobre su vida y después observa cómo viven aquellos que siguen a otros dioses. Sale de su situación, analiza su entorno y llega a una conclusión: no está dispuesto a volver atrás, no quiere adorar a otros dioses ni idolatrar el pecado.
Pero esta no es una revelación del Espíritu, sino una revelación por conveniencia, porque entiende que lejos de Dios no hay vida. La realidad nos vende espejitos de colores, nos distrae, nos hace desviar la mirada de aquel que es nuestro Señor, el Todopoderoso.
Seguir a Jesús tiene un costo: rendir nuestras vidas a Él. Pero nada se compara con lo que Dios hace en nosotros. ¿Dónde estaríamos si Dios no hubiese intervenido en nuestras historias? ¿Qué hubiese sido de nosotros si el Señor no hubiese salido a nuestro encuentro?
En algún momento de nuestras vidas el enemigo se mete en nuestra mente y nos hace pensar erróneamente que podemos solos. Pero eso destruye nuestra identidad, nos lleva al orgullo y luego a la frustración. La frustración nace del orgullo de no reconocer a Dios como nuestro dueño. O nos lleva al otro extremo: sentirnos insuficientes o incapaces. En ambos casos, el enemigo gana, porque ya no es el Señor quien gobierna, sino que nosotros mismos nos convertimos en dueños de nuestras vidas.
David, el rey, considera lo que hay fuera del Dios a quien sirve y declara que no se sentará más en la mesa de la frustración ni en la mesa del rechazo. ¿Por qué? Porque al observar lo que hay afuera y al mirar lo que él está viviendo, hace esta declaración: “Señor, solo tú eres mi herencia, mi copa de bendición. Tú proteges todo lo que me pertenece. La tierra que me has dado es agradable. ¡Qué maravillosa herencia! Bendeciré al Señor, quien me guía; aun de noche mi corazón me enseña. Sé que el Señor siempre está conmigo; no seré sacudido, porque Él está a mi lado.”
Con este análisis práctico, el salmista se da cuenta del favor de Dios y expresa que “es hermosa la heredad que me ha tocado.” ¿Cuál era esa heredad? Cuando Josué tomó las tierras, las repartió entre las tribus, y cada una recibió una porción de la tierra de Canaán que habían conquistado. Esa porción se heredaba de padres a hijos, y de hijos a nietos.
David hace memoria de lo que le tocó. La promesa que Dios le hizo a Josué se cumple en el reinado de David, porque es en su tiempo que la tierra es finalmente libre de los enemigos. En su reinado, Jerusalén por primera vez en la historia está deshabitada, y allí se establece la capital de Israel. David luchó por esa tierra, perdió amigos, derramó lágrimas, dedicó su vida a esa batalla, y repentinamente mira el lugar por el que ha peleado y declara: “Es hermosa la heredad que me ha tocado.”
No es la tierra que conquistó, sino la batalla a la que fue convocado la que le da dignidad. David entiende que Dios le dio la posibilidad de pelear por algo más grande que su persona. Ahora tiene hijos, familia, integridad, cosas que antes no tenía. Fue perdonado, fue amado. Al igual que nosotros, aun siendo rechazados por nuestros propios padres o por la sociedad, debemos darnos cuenta de que la heredad que nos toca es hermosa, no porque sea cómoda, sino porque somos dignos de pelear esta batalla.
La recompensa no es una casa bonita, un auto nuevo o un ministerio reconocido. La recompensa es la batalla que nos toca pelear. Jesús peleó en la cruz del Calvario; la tumba no pudo retenerlo, la muerte tuvo que soltarlo, y Él tomó una herencia eterna para entregárnosla a nosotros.
La batalla es difícil, es permanente, pero aun así David declara que su herencia es hermosa, que las cuerdas le cayeron en lugar deleitoso. ¿Qué significa esto? Que hay tensión, hay cosas por las cuales hay que luchar, pero ¡es hermosa la herencia que nos ha tocado! David dice: “Tú eres mi copa de bendición.” ¿Qué copa nos tocó a nosotros? La copa de la ira de Dios. Todos nos alejamos, todos nos descarriamos como ovejas, pero Él cargó en sí mismo nuestro pecado.
La copa que nos correspondía beber era la de la ira, pero Jesús se hizo hombre y se la bebió por nosotros. Después de bebérsela, llenó esa misma copa con su sangre preciosa, nos abrió la puerta a su mesa y nos dijo: “Beban de este vino, el vino del nuevo pacto.” Ya no es la copa de la ira, ni la de nuestra venganza, ni la de nuestra maldad, sino la copa del perdón, la copa de la gracia.
El Señor nos hizo completamente libres para que la copa que bebamos de ahora en más sea la copa de la Cena del Señor, la invitación a las bodas del Cordero.
Por eso, el rey David ve al Ungido levantarse de la muerte, ve a Cristo venciendo al infierno, ve la copa en la mesa del Cordero, ve al Rey de Gloria volver. Y entonces declara que no le importa lo que está pasando, no le importa lo que el mundo le ofrece, porque el Señor es su refugio, su dueño, su herencia, su todo. Hay una opresión espiritual que desgasta nuestros cuerpos, pero David dice: “Mi cuerpo descansa seguro, porque la muerte no tiene poder sobre mí.” Por eso David afirma: “Me mostrarás el camino de la vida, me concederás la alegría de tu Presencia y el placer de vivir contigo para siempre.”
No vamos a encontrar en ningún otro lugar lo que el Espíritu Santo puede darnos.
En este tiempo, la radicalidad de caminar con Jesús es cada vez mayor. Por eso, al igual que David, debemos declarar: “Señor, muéstrame el camino de la vida, concédeme la alegría de tu Presencia y el placer de vivir contigo para siempre.”
