
28 de septiembre de 2025
Estamos leyendo como iglesia el libro de Apocalipsis y hoy vamos a cerrar esta etapa de “Mirar a Aquel que ha de venir”. A partir del primero de octubre entraremos en el Todopoderoso. Apocalipsis 1:8 nos revela a Jesús: “Yo soy el Alfa y la Omega, el Principio y el Fin, el Primero y el Último. Yo soy el que Es, el que Era y el que Ha de venir, el Todopoderoso.”
Estamos parados en la esperanza del que ha de venir, y en los últimos tres meses del año nos vamos a sumergir en el Todopoderoso. ¿Qué haremos en este tiempo? Vamos a realizar evangelismo en los grupos de vida, vamos a predicar de Cristo, a orar por milagros, para que el poder del Todopoderoso se manifieste en nuestras vidas y podamos materializarlo. Caminaremos con autoridad, y desde el primero de octubre comenzaremos a leer el libro de los Salmos. Vamos a contemplar la gracia del Todopoderoso, vamos a cantar, a adorar y a llevar a Cristo a todo ámbito.
2ª Timoteo 4:1-8 (NVI)
El mensaje se llama: “Ven”, que es un clamor, una orden: ¡Ven Señor Jesús! La palabra Ven es la que cierra la Biblia, es el sello de la profecía, la culminación de todas las profecías.
El apóstol Pablo escribe estas palabras a Timoteo, su discípulo, un pastor joven al que está dejando en su lugar. Pablo está a punto de ser sacrificado en Roma: ha sido sentenciado, está por ser juzgado y ajusticiado. Cuando escribe estas últimas cartas, debe elegir con cuidado lo que va a transmitir, entendiendo dónde está parado y cuáles serán las palabras que marcarán el corazón de su sucesor, aquel que continuará la obra y será el puente de la transición.
En medio de su despedida, en la hora más oscura, Pablo no se encuentra abatido, sino que declara estar en la presencia de Dios y de Cristo Jesús. Con esta declaración establece la referencia del final de todas las cosas, pues habla de Cristo Jesús, quien un día volverá para juzgar y para buscarnos a fin de reinar con Él. La expresión de Pablo nace desde la revelación del que era, es y que ha de venir. Entiende que esa despedida no es definitiva, sino un “hasta luego”, porque volverán a encontrarse cuando Cristo regrese.
Ahora bien, Pablo tiene una revelación de Cristo distinta a la de Juan. El apóstol Juan, quien escribió Apocalipsis, vio a Cristo sentado en el trono, pero también lo conoció en su vida terrenal: caminó con Él, lo abrazó, fue su líder, su maestro, su mentor. La revelación de Juan fue de carne y hueso.
En cambio, Pablo nunca tuvo un contacto personal con Jesús en vida, y sin embargo lo conoció de una forma profunda. Primero conoció al que era, cuando perseguía a la iglesia, movido por el celo religioso, dedicando su vida a asesinar familias e hijos, pensando que hacía lo correcto. Pero en medio de ese frenesí de violencia, tuvo la revelación del que es. El libro de los Hechos relata cómo, camino a Damasco, cuando iba a seguir persiguiendo cristianos, se encuentra con Jesús mismo, quien lo derriba del caballo y lo deja ciego.
Pablo no solo recibe esa revelación en el encuentro directo con Cristo, sino también en la obediencia de Ananías, un hombre de la iglesia que lo visita y ora por él. Al hacerlo, caen las escamas de sus ojos. Pablo ve a Cristo reflejado en Ananías. Luego lo ve también en Bernabé, quien lo guía y lo discipula, reconociendo la transformación y el propósito que había nacido en su vida. Así, Pablo conoce al que era, al que es, y con claridad nos habla del que ha de venir. Él no tuvo la visión gloriosa que Juan recibió en Apocalipsis, pero conoció a Jesús de tal manera que pudo declarar con firmeza que volverá y establecerá su Reino.
En el corazón de Pablo arde el deseo de ver a Jesús cara a cara. Ese anhelo es tan profundo que aconseja a Timoteo a predicar, enseñar, corregir, amar y guiar con paciencia. Le dice que no se detenga, que se llene de la vida del Espíritu Santo que está en medio de ellos, para vivir una dinámica extraordinaria donde Dios pueda usarlo y donde él pueda preparar su camino. Le insiste a Timoteo que no se calle, que no pierda la pasión, que no pierda el impulso, sino que predique con constancia y paciencia a aquellos que le toque discipular, mientras espera con esperanza el retorno de Jesús.
Pablo le advierte que vendrán tiempos en que la gente no querrá escuchar la Palabra, donde la pesadez se apoderará de los corazones, donde no habrá un arrepentimiento genuino, y los oídos estarán inclinados a fábulas y mitos. Por eso le exhorta y anima a predicar a Cristo sin cesar.
Pablo también anuncia el espíritu del Anticristo, un movimiento espiritual activo en la tierra. La apostasía que predice la Biblia no consiste solamente en rechazar la fe y pasarse al “otro bando”, sino en acostumbrarse a vivir en la mentira en lugar de la verdad. Es transformar la fe en una religión vacía: llena de actividades y conocimiento, pero sin el Dios vivo. Es permitirnos vivir en pecado, cargando sus consecuencias, sin una comunión profunda con el Señor.
El gran problema de este tiempo, en medio del caos, la violencia y la tensión económica, no son solo las circunstancias, sino el corazón de las personas que se va apagando. La fe parece extinguirse, nos acomodamos a servir a Dios usando su nombre, pero viviendo en pecado. Este es el gran engaño de Satanás contra nuestros niños y adolescentes.
Hoy en día, nuestros adolescentes y jóvenes ya no son ridiculizados en colegios, universidades o trabajos por venir a la iglesia; al contrario, son felicitados. Pero al mismo tiempo son engañados con ideas que dicen: “ir a la iglesia no significa que no puedas consumir drogas, tener relaciones desordenadas, jugar compulsivamente o descuidar a tu familia”. Esa tensión es la que seduce y desvía el rumbo de las nuevas generaciones. Es Cristo, pero no es Cristo; es fe, pero no es fe. Ese es el debate que habita en nuestros corazones.
Por eso Pablo advierte a Timoteo: vendrá el tiempo en que las personas preferirán mitos y correrán detrás de milagros más que del Señor que hace los milagros; irán detrás de profecías, sueños y mensajes que no representan al verdadero evangelio, aunque usen su nombre. Esta es la batalla que se libra en nuestro corazón: estar en un lugar donde la presencia de Dios se manifiesta y, aun así, no reaccionar, no conectar, no avanzar en la fe, no crecer.
La palabra de Pablo es también para nosotros: que arda en nuestro corazón el retorno de Jesús. Decir Maranata, ¡Ven Señor Jesús! no es solo una expresión mística, sino la realidad del cielo invadiendo nuestras vidas.
Pablo termina exhortando a Timoteo a mantener la mente clara en toda situación, a no temer el sufrimiento por causa del Señor, y a dedicarse a anunciar la buena noticia, cumpliendo fielmente el ministerio que Dios le confió.
Estamos en Cristo no solo para resolver conflictos, sino porque todos hemos sido llamados a un ministerio. Ser ministros significa administrar. Somos ministros competentes de un nuevo pacto, administramos la gracia de Dios en nuestras vidas. Nuestras familias son nuestro primer ministerio. Somos responsables de lo que Dios ha puesto en nuestras manos, de las decisiones que tomamos, de la vida que se nos ha confiado.
Tenemos libertad para tomar decisiones basadas en lo que Dios nos revela. Esa es la verdadera administración de la gracia en nuestra vida.
Apocalipsis 22:1-21 (NTV)
Juan, al final de su vida, tiene una visión gloriosa: ve el trono de Dios establecido y un río que fluye. Aunque sus ojos están puestos en el que ha de venir, también declara que para todos los que esperan hay un río de agua viva que dice: “Vengan y beban.”
Ese río que nos nutre es la persona del Espíritu Santo. Nosotros somos quienes conectamos el río del Espíritu con la iglesia que clama: ¡Ven, Señor Jesús! No somos un estanque, no somos un pueblo conformado con una espiritualidad mediocre, no somos de los que mantienen sus cabezas confundidas ni los corazones divididos. Estamos recibiendo las palabras del apóstol Pablo: prediquemos, enseñemos, corrijamos con amor, guiemos, amemos y cumplamos nuestro ministerio.
La mejor carrera de nuestras vidas, la mejor batalla que pelearemos, no será contra la enfermedad, ni para obtener riquezas, ni para recibir los aplausos del hombre. La mejor batalla es la que Cristo ya ganó en la cruz del Calvario. La mejor batalla es vivir una vida de fe permanente, una acción que nos impulsa a caminar aun en medio de la noche.
“El día en que dijimos sí a Jesús, comenzamos a correr la mejor carrera de nuestras vidas. El apóstol Pablo nos exhorta a levantarnos, a mantenernos claros en nuestra mente y firmes en nuestra esperanza, a amar su regreso, porque si amamos su venida obtendremos el premio. Él viene pronto. El Rey está sentado en el trono, y desde ese trono fluye un río de agua que trae sanidad a las naciones. Es un río que levanta lo que estaba muerto, un río que trae bendición, un río que establece el cielo sobre la tierra. Y en medio de esa visión gloriosa, la voz de la iglesia se une al Espíritu para clamar: ¡Ven, Señor Jesús!”