Valientes

15 de junio de 2025

El rey David es una figura profética de Cristo: es el ungido, el rey elegido por Dios. Pero no deja de ser hombre. David, con todas sus virtudes y caídas, es solo una sombra del Cristo perfecto. Ese Cristo que nos reconcilia con el Padre, que mira con gozo a su descendencia espiritual porque ve el fruto de su aflicción. Él ve a los hijos de Dios, redimidos por su sangre, y le dice al Padre: “No estoy solo. Yo he vencido… y estos son los que han vencido conmigo.”

David hace memoria de su familia de la fe. Los amigos son esa familia que uno elige, así como nosotros hemos elegido entregar nuestro corazón a Jesús. David decide construir relaciones que trascienden el tiempo, vínculos eternos. Lo difícil es que su vida está llena de giros y pruebas. Y es justamente en ese proceso, en los momentos de mayor oscuridad, donde se encuentra con personas muy distintas, marcadas por el dolor.

En el punto más crítico de su vida —cuando huye de Saúl— David se esconde en la cueva de Adulam. Pero no está solo. Detrás de él llegan hombres endeudados, angustiados, quebrantados. Y con ellos, David no solo sobrevive, sino que construye. Teje lazos, genera comunidad, y esas mismas personas terminan siendo sus amigos más leales, sus compañeros de guerra, sus generales.

Aquí volvemos a ver el reflejo de Cristo. Jesús también fue puesto en una cueva, sellada con una piedra. Pero a diferencia de David, Jesús no escapó: Él venció la muerte. Rompió la piedra. Salió y nos constituyó en sus amigos. Nosotros —los rotos, los heridos, los rechazados— al encontrarnos con el Ungido, somos transformados. Los valientes de David, que antes fueron hombres quebrados en la cueva, representan a la iglesia que Cristo viene a buscar. Una iglesia formada por personas que, al encontrarse con el Hijo de Dios, son sanadas, fortalecidas y llamadas a luchar, a construir y a vencer junto con Él.

En 2º Samuel 23:8-17 nos introduce en una escena muy especial: David ya es anciano y empieza a recordar. No hay fechas, ni lugares, ni detalles cronológicos, solo el eco de la memoria. Samuel lo escribe como si transcribiera una conversación íntima con el rey, como si estuviésemos en una sobremesa entre amigos, donde los recuerdos se vuelven historias, y las historias se vuelven legado. Esta porción debe ser leída a la luz de lo que el Espíritu está ministrando hoy a la iglesia: “Jesús, el Primero y el Último, el Alfa y la Omega, el que es, el que era y el que ha de venir, el Todopoderoso.” (Apocalipsis 1:8)

Él es el que es. Está aquí, ahora, presente. Él es el que era. Estuvo en cada momento de nuestro pasado, aunque no siempre lo supimos ver. Y Él es el que ha de venir. Su regreso es seguro, y viene a buscar a los suyos, a sus valientes.

David, el ungido, comienza a recordar a los valientes que lo acompañaron. Anécdotas que tal vez en su momento no parecían grandiosas, pero que el paso del tiempo y el fuego del amor las vuelve eternas. Así como David recuerda, hoy creemos que Jesús también tiene memoria. Él, que está sentado en el trono, no solo nos gobierna: nos recuerda.

 “He aquí que en las palmas de mis manos te tengo esculpida” (Isaías 49:16). No hay segundo de tu vida que pase desapercibido ante Él. Jesús guarda anécdotas con vos. Te conoce. Tiene historias escritas en su memoria eterna: momentos en los que le predicaste a alguien, oraste por un enfermo, compartiste tu fe, serviste en silencio, reíste con hermanos, lloraste con Él. Todo eso quedó grabado.

Una persona que no ha construido anécdotas con Jesús se ha privado de vivir una vida plena. Porque el Evangelio no es solo doctrina, es historia compartida con el Hijo de Dios. Es intimidad, amistad, caminata. David lo vivió con sus valientes. Jesús lo vive con nosotros.

En su vejez, David recuerda a los rotos que llegaron a la cueva de Adulam: endeudados, angustiados, marginados. Pero con ellos construyó una nueva familia. De ese grupo nacieron sus amigos más fieles, sus guerreros más leales. Eso es la iglesia: hombres y mujeres que llegaron quebrados y fueron restaurados por el vínculo con el Ungido. Y así como David, también Jesús fue puesto en una cueva. Pero no quedó allí. Rompió la piedra, venció a la muerte, y nos llamó sus amigos. Nosotros, los que llegamos a Él con cargas, dolores y fracasos, hoy somos llamados valientes. Somos parte del ejército del Cordero.

Esta no es solo una historia antigua. Es la historia que Él está escribiendo hoy con vos. Y dentro de unos años, en algún lugar eterno, Cristo recordará en voz alta: “¿Te acordás cuando me creíste en medio del dolor? ¿Te acordás cuando adoraste sin fuerzas? ¿Te acordás cuando dijiste ‘sí’ mientras todos se alejaban?” Eso también es parte de su libro. Eso también es parte de tu herencia con Él.

Por supuesto que en el camino sufrimos pérdidas, abusos, nos equivocamos, pero este es un momento donde el que está sentado en el trono está haciendo memoria de los suyos. Jesús no se olvidó de lo que viviste. Él está preparando su venida, y mientras tanto, recuerda. David empieza nombrando a Joseb-basebet, uno de sus valientes. Recuerda aquella vez que fueron a la guerra contra los filisteos. El enemigo vino con fuerza, y el pueblo, al verlos, se fue. Lo dejaron solo. Pero Joseb-basebet no huyó. Tomó su lanza, se plantó y venció a ochocientos hombres en una ocasión.

Eso es un mapa de nuestras batallas espirituales. El enemigo tiene poder, pero es limitado. No puede estar en todos lados, así que cuando ataca, lo hace de manera invasiva. En la historia de Israel, los ataques siempre venían en oleadas, de forma repentina, cercando a la gente, buscando asfixiarla. Así actúa el diablo: es un cobarde. Él ya fue vencido en la cruz del Calvario, por eso su forma de pelear es mediante la presión y la intimidación.

A veces nos sentimos como Joseb-basebet: solos, rodeados, sin salida. Parece que todo se junta, que no hay nadie alrededor, que nadie nos acompaña. Pero en medio de esa situación, este valiente no miró su alrededor: miró lo que tenía en la mano. Tenía una lanza. Y tenía algo más: tenía al Rey. Sabía que el ungido estaba con él. Y eso lo cambió todo. Con una sola lanza, y con la certeza de que el Rey peleaba a su lado, venció a ochocientos.

Este es el mapa de la guerra espiritual en nuestras vidas. El enemigo nos rodea, nos quiere asfixiar, nos lanza pensamientos, tentaciones, miedos. Y cuando ve que no puede más, se va. Pero siempre vuelve a intentar. Por eso lo que define nuestra victoria es nuestro entrenamiento. Vamos a la iglesia todos los domingos, no por costumbre, sino para entrenarnos. Tenemos Casa de Oración, abrimos la Biblia en familia, nos conectamos en grupos de vida, nos juntamos con hermanos. Todo eso no es solo devoción: es preparación. Es entrenamiento para el día de la batalla.

¿Qué cosas nos entrenan?
— La adoración.
— La intercesión.
— La vida de Cristo fluyendo en comunidad.
— Las pausas en las que nos alimentamos de la Palabra.

Cuando el enemigo viene a rodearnos, si estuvimos en entrenamiento, lo que tengamos en nuestras manos será suficiente. No por el objeto, sino por el Rey que pelea a nuestro lado. Y entonces, como Joseb-basebet, veremos caer a ochocientos en el nombre de Jesús.

Esta es nuestra batalla permanente. Es la dinámica diaria de nuestras vidas: con nuestras familias, con nuestros hijos, con nuestras decisiones. Jesús lo dijo: “El que es fiel en lo poco, también será fiel en lo mucho” (Lucas 16:10). Esa fidelidad habla de propósito. Habla de batallas. Porque aquel que libra una batalla permaneciendo en Dios, tendrá otra delante de sí. ¿Por qué? Porque el Señor confía en los que perseveran. Pero muchos no lo entienden, y por eso dan vueltas en círculos: cambian de lugar, de congregación, de estado espiritual, buscando escapar de la batalla y terminan repitiendo la misma hoja de su historia una y otra vez.

No podemos con todo de golpe. ¿Cuántas veces dijimos “no puedo más”? No podemos con los pensamientos, con las emociones, con las situaciones. Pero, como hizo Joseb-basebet, es uno a la vez. Una batalla a la vez. Una decisión a la vez. Y esa constancia solo nace de una convicción: el Rey está con nosotros en la batalla.

Parece simple, pero pensalo: ¿Qué fruto nos deja abrumarnos? ¿Qué logramos queriendo tener el control? ¿Qué construimos tratando de resolver lo que no está en nuestras manos? Hay un destino sobre tu vida. Hay un llamado. Hay un pueblo que te rodea. Y cuando tomamos la determinación de pelear la batalla que el Señor nos dio, de amar lo que nos rodea, de cuidar lo que Dios puso en nuestras manos, uno a uno, los enemigos van cayendo. Y ahí entendemos que lo que parecía imposible fue posible porque nuestro corazón entendió el mundo espiritual.

Entendimos que no luchamos contra personas. Que no se trata de tener el control. Que hay batallas que se pelean una por una, y que por cada batalla peleada nos espera una gran victoria.

Después de Joseb-basebet, menciona a otro de sus valientes: Eleazar hijo de Dodó, el ahohita.

En medio de la batalla, cuando todo el pueblo se fue, él se quedó.
Peleó desde la mañana hasta la noche, y cuando llegó la madrugada, su espada se le quedó pegada a la mano. Se le acalambró. La sangre de sus enemigos hizo que no pudiera soltarla. ¡Qué imagen poderosa! No soltó la espada. Y nosotros sabemos qué representa esa espada: La Palabra de Dios. La espada del Espíritu. Esa Palabra que penetra hasta partir el alma, que discierne los pensamientos, que atraviesa los tuétanos. (Hebreos 4:12)

La Palabra es Jesús. “En el principio era el Verbo, y el Verbo era con Dios, y el Verbo era Dios” (Juan 1:1). Él es la Palabra encarnada. Él es el Verbo en acción. Él es el que le da sentido a todo. Y así como Cristo es la Palabra, nosotros también somos fruto de una palabra. Desde antes de la fundación del mundo, Él nos pensó, nos dio forma, nos marcó con propósito. Claro que después, al nacer, muchas otras palabras —palabras de muerte, de maldición, de rechazo— intentaron distorsionar esa eternidad sembrada en nosotros.

Hoy estamos vivos por la Palabra que nos dio origen. Seguimos aquí porque Jesús nos sostiene. Porque hay una espada en nuestras manos. Y aunque la batalla sea larga, aunque el cansancio nos quiera hacer soltarla, el Espíritu hace que la espada se nos quede pegada. No porque nos obligue, sino porque entendimos que en ella está la vida.

La Palabra es la que nos hace levantarnos cada mañana. Es la voz de Dios marcando nuestro destino. Aunque nuestra historia diga una cosa, esa Palabra dice otra. Y en algún momento de nuestras vidas, la Palabra que Dios nos dio es todo lo que tenemos.

Este valiente de David se planta en medio de la batalla, y todo lo que tiene es su espada. La Palabra determina quién es. No se queja porque lo dejaron solo, no se enoja por los que ya no están, no busca validación en la autoridad. Simplemente se aferra a lo único que le queda y pelea. Pelea de día, cuando todo parece más fácil, y pelea de noche, cuando todo anuncia derrota. Pelea con lo que le queda, con todas sus fuerzas. Se aferra a esa Palabra y da batalla. Y cuando amanece, no hay diferencia entre él y la espada: la Palabra y él son uno. La Palabra se ha hecho carne.

Cuando empezamos a luchar desde abajo con la Palabra, llega un momento en que no necesitamos justificar quiénes somos, ni cuánto conocemos, ni qué dones tenemos. Porque la Palabra y nosotros somos una sola cosa. No hay que discutir, no hay que defenderse. ¿Por qué leemos la Biblia todos los días? Porque la Palabra se revela constantemente, se refresca, nos empapa, nos transforma. Y esa Palabra se hace carne en nosotros.

En los días que preceden el regreso del Rey de Gloria, lo único que sostendrá a la iglesia será su Palabra. Sus promesas cumplidas.

El último valiente que recuerda David es Samá, hijo de Age, el ararita.

Amigo del rey. Cuando los filisteos llegaron, estaban en un simple campo de lentejas. Y pelearon allí mismo, porque el pueblo una vez más, se fue. Ellos pelean por algo que parece insignificante, pero Dios les entrega una gran victoria. Hoy también se nos van las fuerzas en lo que dicen los demás, en lo que murmuran, en lo que critican. Pero entendemos que eso es un principado en esta región: la murmuración, la rivalidad entre ciudades, el hablar mal a escondidas.

Todo eso se alimenta en una mesa. Nos sentamos, y hablamos mal de otros. Y nos olvidamos que la mesa es un lugar de autoridad. En la mesa nuestros hijos aprenden a hablar mal o a bendecir. Aprenden a criticar o a orar. ¡Qué diferente es cuando en la mesa hay sanidad, cuando se bendice, cuando se resuelven conflictos! Porque lo que nace sano desde la mesa, produce familias sanas. Y eso destrona la obra de Satanás.

Samá y el rey no se enfocan en los que se fueron, sino que entienden que esa es su batalla. Y la enfrentan juntos. Y cuando la victoria se consuma, los que se fueron vuelven por el botín. Eso es natural. Veremos a los que nos criticaron, a los que hablaron mal de nosotros, venir a recibir de lo que Dios ha puesto en nuestras manos. Allí entenderemos que esas batallas que parecían pequeñas, personales, en realidad cargaban una victoria para muchos. Por eso el campo de lentejas representa la fidelidad en lo simple. Pensamos a veces que Dios está impresionado por grandes altares, por multitudes. Pero desde el cielo, Dios está mirando el campo de lentejas.

Está mirando cómo tratamos a nuestros hijos, cómo somos como padres, cómo bendecimos a nuestros amigos, cómo amamos nuestra ciudad, cómo somos fieles con nuestros hermanos, cómo adoramos en casa, cómo discipulamos a nuestros adolescentes. El Dios del cielo mira en detalle. Sí, vendrá una multitud de toda lengua, tribu y nación. Pero su mirada está en lo cotidiano. En lo que hacemos los lunes a la mañana cuando salimos a trabajar. Las batallas en el campo de lentejas son las grandes victorias del mañana. Esas actitudes simples: ser puntuales, honrar al otro, servir con alegría, dar. Eso nos habilita para la victoria que vendrá. A veces tenemos las luces mal enfocadas. Nos distraemos en luchas que Dios no ve. Y mientras tanto, el Rey de Gloria está observando a sus hijos fieles en lo cotidiano.

Valientes no son los que libran batallas épicas, sino los que por obediencia a Dios son fieles en lo que Él les asignó. Valientes son los que encuentran grandeza en la obediencia diaria.

Y llega el momento final: David está en la cueva, en tiempo de cosecha. Los filisteos han tomado Belén. Y el rey expresa un deseo profundo: “¡Quién me diera de beber del agua del pozo que está en Belén!” Y sus tres valientes escuchan ese clamor. No dudan. Arremeten. Cruzan el campamento enemigo, arriesgan su vida, llenan un cántaro con el agua del pozo y se la llevan a su rey. Pero David no la bebe. Declara que eso no es agua, es sangre. Porque ellos entregaron su vida por el deseo de su corazón. Eso fue una libación. Una ofrenda líquida, que no se recogía.

Cuando se derramaba, no se recuperaba. Y hoy, el Rey de Gloria también está clamando. No es un silbo apacible. No es una melodía suave. Es un rugido. Es el León de la Tribu de Judá. Y su clamor dice: ¿Quién se va a levantar? ¿Quién va a ir por los que están lejos? ¿Quién va a preparar el camino para mi regreso? ¿Dónde están los que pelean en sus campos de lentejas? ¿Dónde están los que se hacen uno con la Palabra? ¿Dónde están los que, como Joseb-basebet, enfrentan a ochocientos, de a uno a la vez, y vencen? El Rey está de pie en medio de la tierra sitiada. Está clamando en el tiempo de la cosecha. Y hay personas que lo escuchan. No calculan. No preguntan cuánto cuesta. No miran atrás. Simplemente arremeten. Y cuando le traen el agua, el Rey no la bebe, la derrama. Porque fue una ofrenda de vida.

La actitud de la Iglesia en este tiempo es gente que pelea en lo cotidiano, pero con los ojos puestos en la eternidad y que está dispuesta a derramar su vida.

Así que cuando salgamos de este lugar, arremetamos. Afuera nos esperan ochocientos. Nos espera el campo de lentejas. Y muchas veces, lo único que tenemos para pelear es la Palabra recibida. ¡Abracémosla con todas nuestras fuerzas! Levantémonos en medio de nuestra debilidad. Renunciemos a la queja y al pecado. Los ojos de Dios están sobre nosotros. Enfrentemos lo que tenemos que enfrentar, porque el clamor del Rey no es solo una orden, es un clamor que viene cargado de poder, de autoridad, de unción.

La unción es la marca del Espíritu Santo. Es el aceite sobre nuestras vidas. Es la gracia que Dios derramó sobre nosotros. Son los dones, los talentos, los ministerios que Él nos entregó. Y cuando nos movemos por el clamor del corazón del Rey, toda esa gracia va con nosotros. Arremetamos. No hay forma de que el enemigo pueda detenernos. Aunque haya rodeado nuestras casas, nuestras ciudades, vamos llenos del Espíritu Santo, y dondequiera que pisemos, la gloria de Dios irá con nosotros.

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